Para ver este sitio web deber tener activado JavaScript en tu navegador. Haz click aqui para ver como activar Javascript

Rogativas

“En el Pirineo occidental, hemos sustituido un tipo de actividad económica frágil por otra igual de dependiente del clima que la anterior. En vez de preocuparnos por la lluvia en nuestros sembrados, estamos todos mirando el cielo esperando que baje la temperatura y que empiece a nevar. Todo nuestro sistema productivo gira en torno a la presencia de la nieve”

Cañón de innivación en Candanchú, el pasado sábado 2 de diciembre. CANDANCHÚ

“Yo soy un hombre profundamente creyente” solía decir mosén Benito (a partir de ahora, mosen sin tilde). Estábamos a finales de la calurosa primavera del 1991 y Pablo, de Casa Cristo, nos dijo que la sequía era tan preocupante que el día siguiente se subía a San Juan de la Peña para celebrar una misa rogativa para pedir agua. Intrigados, fuimos desde Botaya para ver de qué se trataba. ¿Pedir agua? ¿A quién? ¿Y en misa? No entendíamos nada. Recién llegados al Pirineo oscense desde Londres, todo nos parecía tan extraño, maravilloso y mágico que no queríamos perdernos ningún detalle.

En la pequeña capilla anexa a la Casa de los Forestales, en la pradera de San Indalecio, el mosen, oriundo de Artieda y personaje inolvidable de aquella época, con su perpetua sotana, párroco de once pueblos donde oficiaba misa en cada uno todos los domingos del año, esperaba a los feligreses, chasqueando la lengua con impaciencia, como era su costumbre. Había representación de unos cuatro o cinco pueblos próximos a San Juan, cada uno con su cruz parroquial, cada crucero vestido con una casaca blanca y acompañado de algún vecino suplente. Fidel, de Casa Cojo, y Pablo, de Casa Cristo, representaban a Botaya, pueblo preferencial en la jerarquía de cruceros, y se posicionaron en la entrada de la capilla donde los demás cruceros besaron con su cruz a modo de reverencia a la de Botaya. Éramos una docena de almas. Como la capilla era tan pequeña, la mitad de los asistentes tuvieron que quedarse fuera, de pie bajo un sol de mediodía en la pradera de hierba seca. Cuando ya se veía que no iba a acudir nadie más, se hizo un silencio, interrumpido solo por el zumbido de los grillos, y cuando le pareció a mosenBenito, echó la cabeza para atrás, y con los ojos medio cerrados, las manos entrelazadas en la barriga, empezó a entonar las palabras de la misa rogativa de lluvias. Gran amante del latín en sus oficios, su voz tenía un tono nasal, agudo y rítmico, de bajo volumen. Intentamos seguir lo que decía, pero el flujo de palabras se fusionó en un sonido ininterrumpido y después de unos minutos, la mente en blanco, el calor y la monótona cadencia de la misa hizo que todos nos quedáramos en un estado de somnolencia suspendida, mientras que mosen pedía al Señor la tan necesaria lluvia para los campos, los huertos y la ganadería. Con los últimos amenes, los cruceros desmontaron las cruces de sus palos y sin casaca todos se retiraron a la sombra de la hospedería en busca de cervezas frescas. Entre risas y botellines de cuarto, se resolvió volver a subir a pedir agua la semana siguiente y todas las semanas necesarias si mientras tanto los rezos ofrecidos no habían surtido efecto. Era un remedio pragmático para cubrir todas las eventualidades.

Después, en casa, comentamos lo que habíamos visto. Por un lado, veíamos y entendíamos cómo históricamente la gente del campo necesitaba buscar soluciones a un problema que no controlaba y sobre el cual no tenía capacidad resolutoria. Era tan frágil su principal actividad económica y tan vital, que las alteraciones del clima resultaban un problema gravísimo. Veíamos y entendíamos también cómo la Iglesia a lo largo de los siglos había previsto unos protocolos de misa, justo para canalizar estas preocupaciones y para proporcionar alivio a los creyentes trasladando la responsabilidad al Dios todopoderoso. Pero estábamos a finales del siglo XX, no en la Edad Media, y todos sabíamos que unas palabras medio incomprensibles murmuradas en latín por una docena de personas reunidas en una capilla polvorienta en una pradera seca en el alto de una montaña no iban a influir en la modificación de los hectopascales en la zona de convección de aire húmedo y caliente justo encima de sus campos. Lo sabíamos nosotros, y lo sabían los vecinos allí presentes en la misa. Incluso, sospechábamos que mosen Benito también lo sabía. Pero él y los feligreses eran personas de fe. Pesaba más la fe y, sobre todo, la tradición de la fe, que la evidencia científica.

Rogativa en Yebra de Basa en 2005 y mosén Benito en una imagen de archivo. ARCHIVO/EL PIRINEO ARAGONÉS

Nos adelantamos al tercer decenio del siglo XXI. Los tiempos han cambiado y el tiempo también. Todos llevamos en el bolsillo un móvil con una app que nos permite ver el radar de las precipitaciones en toda Europa en tiempo real. Todos estamos conectados con la última información científica y política del mundo entero, con tan solo pasar los dedos por encima de una pantalla. Sabemos cuándo entra un sistema de frentes en el Atlántico y cuándo hay una borrasca en el Mediterráneo. Pero a pesar de los alucinantes avances tecnológicos y científicos al alcance de todos, en el fondo, muy poco ha cambiado.

En el Pirineo occidental, hemos sustituido un tipo de actividad económica frágil por otra igual de dependiente del clima que la anterior. En vez de preocuparnos por la lluvia en nuestros sembrados, estamos todos mirando el cielo esperando que baje la temperatura y que empiece a nevar. Todo nuestro sistema productivo gira en torno a la presencia de la nieve. Construimos segundas, terceras y cuartas residencias en cualquier rincón, con la esperanza de que se vendan a esquiadores. Montamos negocios, tiendas, restaurantes y bares para la temporada de invierno, hasta tal punto que, igual que nuestros antepasados campesinos en época medieval, la falta de precipitaciones en el momento deseado echará por tierra todo el esfuerzo y dinero invertido, abocándonos a la ruina. Seguimos mirando al cielo, cada uno rezando a su manera.

Por desgracia, nuestros líderes políticos son los más atascados en esta dependencia. Curiosamente, hace unos días se eligió el antiguo refectorio del claustro de la Catedral de Jaca como escenario para un cónclave de políticos, empresarios y prensa especializada de la nieve para hablar de la próxima temporada y de los proyectos de las estaciones de esquí. A pesar de no haberse producido el milagroso desplazamiento del Pirineo occidental a otra altitud y latitud, y a pesar de que durante los seis meses, desde el rechazo por todas las administraciones locales y regionales del plan de unión de estaciones no se haya invertido el proceso de calentamiento global, se siguen prometiendo enormes inversiones en infraestructuras con fecha de caducidad inminente en detrimento del medio natural. Nuestro futuro, se dice, va vinculado inexorablemente al sector de la nieve, y será un futuro brillante. O por lo menos, no menos brillante que el futuro de los que viven en otros sitios.

Mientras tanto, en la calle, bajo un sol primaveral, los vecinos paseando por Jaca en mangas de camisa saben que no va a ser así. Los científicos llevan años advirtiendo que los veranos son más largos y los inviernos más cortos. Esta información está al alcance de todos. Nosotros lo sabemos y todos los vecinos del Pirineo occidental lo saben. Sospechamos que los políticos, empresarios y periodistas en este encuentro también lo sabían. Pero igual que en tiempos pasados, pesa más la fe y, sobre todo, la tradición de la fe, que la evidencia científica.

Firmado: PETER RICH y MELANIE HALLAM (Casa Sarasa, Berdún)
No hay comentarios todavía

Los comentarios están cerrados