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“Se trata de reuniones con una fuerte carga simbólica y cultural. La frontera, en estos casos, pierde el carácter de separación con el que nació y se convierte en lugar de confluencia”

Firmando el acta del reconocimiento de la muga a 2.000 de altitud en una fotografía facilitada por el autor del artículo.

El pasado sábado 30 de septiembre una delegación de los valles de Ansó y Aspe se desplazaron hasta la frontera hispano-francesa para el reconocimiento de las mugas, o piedras señalizadas, que indican la separación entre los Estados español y francés. Es un acto que responde a un mandato de ambos países cuando éstos delimitaron la frontera a mitad del siglo XIX, y, entonces, se encargaba a delegaciones de los valles fronterizos corroborar que las piedras (mugas) estaban donde debían estar y nadie las había movido. Estos reconocimientos se suelen realizar en todos los valles pirenaicos.

Parece un acto anecdótico, pero está cargado de simbolismos. La frontera, que siempre se ha entendido como elemento de separación, ahora se convierte en lugar de encuentro, de convivencia entre las poblaciones de ambas vertientes pirenaicas. Las delegaciones (representantes de los ayuntamientos, ganaderos, asociaciones, clubs deportivos…) salen de sus propias poblaciones y se dirigen al encuentro en la muga. Ahí, tras verificar el estado de la señal fronteriza, los responsables municipales dirigen unas palabras de bienvenida y se manifiestan deseos de seguir practicando este tipo de encuentros. Posteriormente se pasa a una comida socializada con cánticos del folclore popular entre los que destaca Ixos monts (o Aqueras montañas), considerado por muchos como el himno de los Pirineos.

Históricamente, en los encuentros fronterizos o facerías, la comida se convertía en un acto social extraordinario, en la celebración de los acuerdos alcanzados. Incluso se regulaba lo que debía llevar cada valle. En una de las muchas cartas de paz se dice que es costumbre que se traten “todos los asuntos pendientes antes de comer y sin vasos sobre la mesa” y, con respecto a su contenido se señalaba que los franceses debían aportar el paté de hígado, el pato a la bearnesa, vino fino, champán y coñac; los españoles, entremeses, carne, vino de bota, anís y cigarros puros.

La muga 274, una de las que delimitan el término municipal de Ansó con el Béarn francés, en una fotografía realizada por el autor del artículo.

En los encuentros actuales, comidas semejantes se suelen hacer cuando existe una pista de acceso hasta una borda ganadera cerca de la muga y se pueden llevar los ingredientes de forma mecanizada. En otros casos, como el de este año, para subir a la muga hay que andar unas tres horas desde la vertiente española y poco menos desde la francesa, además de los fuertes desniveles de los últimos tramos. Con estos condicionantes la comida pierde parte de la sociabilidad de otras ocasiones, se comparte menos pues cada uno lleva poco más que lo suyo. Pero el encuentro en sí es entrañable y en la despedida todos manifiestan deseos de continuar con estas prácticas.

Se trata de encuentros con una fuerte carga simbólica y cultural. La frontera, en estos casos, pierde el carácter de separación con el que nació y se convierte en lugar de encuentro. Un lugar de reunión al modo de las sociedades tradicionales cuando, para éstas, la vertiente de aguas más que frontera de separación era el punto intermedio entre ambas comunidades y donde era más fácil encontrarse. De ahí que reivindiquemos la frontera no como línea de separación sino como lugar de confluencia, sobre todo en unos momentos en los que es más necesario fortalecer los lazos de unión en todos los sentidos.

Firmado: ANTONIO JESÚS GORRÍA IPAS
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