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La estación de Canfranc, única e irrepetible, queda al servicio de la dura realidad económica, destruida su operatividad, fagocitada por un proyecto urbanístico enmascarado por las nieblas de la promesa de una ensoñadora reapertura

Nueva estación de Canfranc en el día de su inauguración. EL PIRINEO ARAGONÉS

En mi infancia me vi abocado cada año a trasladarme a través del ferrocarril de Madrid a Bilbao. Esto se repitió a lo largo de más de 14 años. Mi retina quedó impresionada por la “Estación de Príncipe Pío”, situada al pie de la colina madrileña de dicho nombre, coronada por el funesto Cuartel de la Montaña, que fue el lugar donde Goya situó los fusilamientos del 2 de mayo.

Todos los días pasaba ante aquella estación para ir al Instituto calle arriba. En ella vi cómo esperaban al embarque, destino a Alemania, una muchedumbre de manchegos, extremeños y andaluces, maleta de cartón al pie, hatillo en la mano, pantalón de pana y gorra campera, teces morenas y un silencio inhabitual que vestía el espectáculo. Y yo los miraba con severo respeto y les envidiaba porque en poco tiempo viajarían en tren.

Para mí, el acontecimiento de coger el tren en aquella estación era tan especial… Solía hacer el viaje acompañado o solo. Antes de subir al tren había que discurrir por sus muelles con atención al ajetreo de las carretillas eléctricas que transportaban las facturas y los correos especiales. Desde los cuatro años comencé aquel peregrinaje anual camino de Bilbao, luego Oviedo, León y vuelta. Príncipe Pío me dejaba una honda emoción porque era el punto de partida de muchas ilusiones por descubrir. Antes de subir al tren, nos acercábamos a ver la máquina, un monstruo de vapor que inspiraba potencia, exhalando vapor por todos los resquicios. Incluso a veces había dos locomotoras, un espectáculo… No he encontrado estación alguna que igualara aquel racimo de sensaciones, ni en España ni en Francia.

Solo Canfranc me produjo una imborrable impresión. Tras más de treinta años viviendo en su proximidad, también se me grabaron increíbles sensaciones: su hotel, el centro médico, el recibidor, la aduana… Canfranc es un gigante para su entorno que sorprende por su desmesura colosal, a la vez de un ejemplo de anticipo de lo que hoy llamamos logística.

Hace pocos años, después de una larguísima ausencia, me acerque a la estación de Príncipe Pío. Tras entrar en ella, me quedé estupefacto, pues su interior se había convertido en un centro comercial y la estación solo daba cobertura en su estructura. Todos mis recuerdos chocaron con aquel entorno, acababa desaparecer mi pasado, sin andenes ni muelles, ni ajetreo de pasajeros con maletas, sin familiares, sin emigrantes, sin las colosales Pacific… Pero, ¿cómo aquel pasado histórico se había disfrazado de comercios, cafeterías y puestos de reparación? Se habían borrado mis infantiles vivencias de las innumerables idas y vueltas, ya no podía revivir el pasado, todo lo que hiciera referencia a aquel recuerdo disipado… Me quedé muy triste y pensé que todo debe tener un término, aunque bien se podría haber hecho algo más digno, que un aburrido centro comercial.

Ahora, tras la noticia del acondicionamiento de los muelles de Canfranc en estación, me repite el amargo sabor que me produjo la claudicación de la estación de Príncipe Pío. La estación de Canfranc queda relegada y sustituida por un auténtico apeadero, que bien podría estar en cualquier punto intermedio de cualquier red ferroviaria del mundo, la India, Perú o Egipto.

La estación de Canfranc, única e irrepetible, queda al servicio de la dura realidad económica, destruida su operatividad, fagocitada por un proyecto urbanístico enmascarado por las nieblas de la promesa de una ensoñadora reapertura.

La estación de Canfranc cede su hegemonía a un triste apeadero. Parece ser que el pasado solo sirve para enterrarlo…

Firmado: FERNANDO S. ISASI
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