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«La velocidad de la tecnología ha dejado a los Estados atrás, atrapados en marcos legales propios del siglo pasado. Mientras el poder se escribe en código, la soberanía se disuelve entre algoritmos»

El Estado nación empieza a quedar desbordado por una realidad que ya no se ordena desde las instituciones.

En el artículo anterior analizamos cómo las infraestructuras que definen la autoridad del Estado —como la energía o los datos— están siendo absorbidas por actores tecnológicos que operan desde una lógica global. Esta pérdida de centralidad no es coyuntural, sino estructural: el Estado nación, heredero de la Revolución Francesa como figura clave de organización política, empieza a quedar desbordado por una realidad que ya no se ordena desde las instituciones, sino desde servidores, plataformas y algoritmos.

En este nuevo tablero, los estados parecen condenados a ofrecer respuestas tardías, legislando siempre a contrapié. La propia Unión Europea parece haber tomado conciencia. La reciente cumbre sobre IA (inteligencia artificial) celebrada en París dejó claro que Europa ya no lidera la carrera tecnológica y comienza a replantear su posición. Tras años priorizando la regulación, Bruselas da señales de flexibilizar su postura, en un intento por no quedarse definitivamente fuera del nuevo reparto de poder global. El giro no es casual: cuando las decisiones estratégicas ya no se toman en los parlamentos, sino en los servidores, las reglas del juego cambian.

Las empresas tecnológicas ya no solo proveen herramientas o servicios. Gestionan infraestructuras críticas, diseñan modelos de gobernanza y crean entornos donde sus normas —privadas, opacas y con escasa rendición de cuentas— se imponen de facto. Plataformas que moderan el discurso público, algoritmos que determinan la visibilidad de ideas, sistemas de puntuación que deciden el acceso a créditos, empleos o servicios. No son leyes, pero actúan como tal.

En este nuevo tablero, los estados van siempre por detrás, atrapados en una lógica que les obliga a legislar cuando la tecnología ya ha sido desplegada e integrada. El problema no es solo que las normas lleguen tarde, sino que cuando lo hacen, el contexto ha cambiado.

¿Qué papel van a desempeñar los estados en este nuevo orden? ¿Qué clase de soberanía es posible cuando los datos de millones de personas se almacenan y procesan en servidores que operan bajo jurisdicciones extranjeras? ¿Qué margen de decisión tienen los gobiernos si los sistemas esenciales (energía, comunicación, incluso defensa) dependen cada vez más de acuerdos con gigantes tecnológicos?

No se trata de caer en la nostalgia institucional ni de romantizar el modelo estatal que, en la mayoría de los casos, es ineficiente o corrupto. Pero sí conviene entender que si dejamos que el poder se desplace hacia actores que no han sido elegidos, que no tienen que rendir cuentas y que responden solo a lógicas de mercado, estaremos construyendo un futuro sin contrapesos, y eso, irremediablemente tiene consecuencias.

No sabemos cuándo llegará la AGI (inteligencia artificial general), pero sí que su desarrollo no seguirá un camino lineal. El reto es construir desde ahora los marcos necesarios para que, cuando ese momento llegue, estemos preparados no solo técnicamente, sino también social y políticamente.

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