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«La corrupción ya no necesita esconderse: se exhibe y se justifica. En un mundo que normaliza el abuso de poder, incluso una novela juvenil puede servir como espejo. Porque el verdadero peligro no está en la tecnología que avanza, sino en los viejos vicios que se cuelan en cada nuevo sistema»

La corrupción ya no necesita esconderse: se exhibe y se justifica.

El otro día conversaba con mi sobrino de 10 años sobre Siega, una novela juvenil de ciencia ficción escrita por Neal Shusterman, que forma parte de la trilogía El arco de la Guadaña. Le tiene fascinado. A su edad es ya un friki de la tecnología, así que la premisa le atrajo de inmediato: una superinteligencia ha logrado erradicar todas las enfermedades, el envejecimiento y la muerte accidental. La humanidad, por primera vez, ha vencido a la muerte. Pero el precio de ese logro es una superpoblación insostenible. Para evitar el colapso, se instituye un cuerpo de “segadores” encargado de decidir, de forma regulada y equitativa, quién debe morir.

Mi sobrino aceptaba la lógica del sistema. Lo que le desconcertó fue descubrir que algunos segadores no actuaran con rigor ni justicia, sino movidos por intereses personales, ambición o puro narcisismo. Le resultaba incomprensible que algo diseñado para ser justo pudiera corromperse desde dentro. Le costaba asumir uno de los grandes pilares del mundo adulto: la corrupción.

Cada día leemos nuevos escándalos. Malversación, tráfico de influencias, puertas giratorias, sobres, contratos a dedo… Lo más sorprendente es que ya no sorprenda. La repetición, anestesia, y la indiferencia es la auténtica victoria de los corruptos.

Nos hemos acostumbrado a que la línea entre legalidad y abuso sea borrosa, a que el poder sirva más para blindarse que para servir. Que se repartan jueces por cuota política como si fueran piezas de ajedrez. Que se nombren cargos públicos sin más mérito que la obediencia. Que se legisle no para mejorar la vida de los ciudadanos, sino para asegurar un puesto en la siguiente legislatura. La corrupción ya no necesita esconderse: se exhibe y se justifica.

A mi juicio, la consecuencia más devastadora de este desgaste no es el descrédito político, sino la pérdida de fe en la democracia misma. Porque cuando nadie cree en nada, todo vale. Y ese terreno es fértil para el populismo, la polarización y el autoritarismo disfrazado de eficacia.

Siega, más que una novela para jóvenes, es una advertencia envuelta en ficción: si un sistema justo se puede torcer tan fácilmente, ¿qué no puede pasar con el nuestro, tan acostumbrado a sobrevivir entre pactos, cuotas y silencios?

Y mientras releemos esta distopía con ojos de presente, en el mundo real se libra otra batalla silenciosa: la carrera global por controlar la IA. Lo que en Siega es una superinteligencia que gestiona la vida y la muerte, hoy es una tecnología que ya decide créditos, diagnósticos médicos, sentencias y políticas públicas. Y, como en la novela, el peligro no está en el algoritmo.

Mucha gente teme a la tecnología, pero el verdadero riesgo no es que la tecnología falle, sino la condición humana. No hay código informático que corrija la falta de ética.

Mi sobrino aún se indigna. Aún no ha aprendido a aceptar lo inaceptable. Bienvenido al mundo adulto cariño. No tengas prisa por adaptarte.

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