«Eliminar las consideraciones éticas en el desarrollo de la IA nos obliga a preguntarnos hasta dónde puede llegar la tecnología sin control. Cuando la eficiencia se impone sin matices, el riesgo no es solo que la IA reproduzca sesgos o desigualdades, sino que acabe moldeando una realidad en la que la verdad sea irrelevante»

La cuestión de fondo no es si la IA debe regularse más o menos, sino qué tipo de futuro queremos construir con ella.
La reciente decisión del gobierno estadounidense de eliminar las consideraciones éticas en el desarrollo de la IA (inteligencia artificial) marca un punto de inflexión en la dirección que toma tanto la tecnología como la sociedad. Una reforma que pretende eliminar cualquier referencia a seguridad, responsabilidad y equidad de las directrices del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología (NIST).
Como apasionado tanto de la tecnología como de la eficiencia, no puedo ignorar que estamos ante un avance sin precedentes. La IA ha demostrado ser una herramienta increíble para optimizar procesos, reducir tiempos y multiplicar nuestras capacidades. Pero por mucho que admire su potencial, eso no justifica eliminar cualquier tipo de control.
Hasta ahora, los estándares NIST buscaban garantizar que los modelos no reforzaran desigualdades preexistentes. Herramientas diseñadas para evitar sesgos de género, etnia o condición social podrían quedar en el olvido, dejando vía libre a algoritmos que perpetúan las mismas injusticias que supuestamente venían a corregir.
Sus defensores argumentan que la IA no debería estar sujeta a filtros ideológicos y que la regulación excesiva frena la innovación. En la práctica, lo que se está promoviendo es una carrera sin frenos, donde la prioridad es el desarrollo sin cuestionar el impacto social.
A esto se suma la influencia de figuras como Elon Musk, que ha criticado en múltiples ocasiones a modelos como los de OpenAI o Google por ser “demasiado políticamente correctos”. Musk aboga por una IA sin restricciones, alineada con su visión de “máxima libertad de expresión”, lo que en el fondo implica un desinterés absoluto por las consecuencias que estos sistemas pueden tener en la sociedad.
Pensemos en la cantidad de decisiones que ya están delegadas en algoritmos: desde procesos de selección hasta sistemas de crédito, pasando por la moderación de contenido en redes. Si eliminamos cualquier intento de mitigar sesgos, corremos el riesgo de construir un futuro donde la IA refuerce desigualdades históricas, solo que de forma mucho más eficiente.
Otra de las medidas elimina los métodos de autenticación de contenido generado por IA, lo que facilitará aún más la proliferación de desinformación y deepfakes. En un mundo donde la verdad es ya un concepto frágil, esto equivale a que cualquier imagen, vídeo o declaración puede ser fabricada con precisión quirúrgica, sin opción de verificar su origen.
La cuestión de fondo no es si la IA debe regularse más o menos, sino qué tipo de futuro queremos construir con ella. La ética no es un obstáculo para la innovación, sino la única garantía de que el progreso tecnológico beneficia a la sociedad en su conjunto.
Si algo queda claro es que estamos entrando en una nueva fase donde la IA dejará de ser solo una herramienta, para convertirse en un actor con impacto real en la economía, la política y la cultura. ¿Estamos preparados para un mundo donde la única regla es la eficiencia sin límites?