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“La pregunta es si puede reformarse en estos momentos una institución como Naciones Unidas”

Sede de Naciones Unidas, en una fotografía de Pixabay.

Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín y dos años más tarde colapsó la URSS, emergió lo que parecía un nuevo orden mundial con EEUU como única superpotencia vencedora de la Guerra Fría. Algunos vaticinaron erróneamente entonces el “fin de la historia” (Francis Fukuyama), con el triunfo definitivo del capitalismo liberal en un mundo globalizado. Naciones Unidas, que había visto limitada su acción de promoción de la paz y superación de conflictos por los vetos cruzados de las dos superpotencias en el Consejo de Seguridad, podía ahora desplegar proyectos más ambiciosos. Incluso en la primera guerra del Golfo (1990-1991), la ONU lideró una gran coalición en la que estaba representada la inmensa mayoría de los estados del planeta. Entre 1945 y 1990, en plena era bipolar, hubo 193 vetos de resoluciones del Consejo de Seguridad, mientras que desde 1990, tras la crisis de la URSS, hasta 2007 se registraron “solo” 19 vetos.

Pero ese momento de optimismo duró poco. Guerras en Chechenia y Yugoslavia precedieron al ataque a Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, que a su vez desencadenaría las conflagraciones de Afganistán e Irak. En esta última, Estados Unidos, durante la presidencia de Bush, se saltó todas las recomendaciones de Naciones Unidas para atacar a Sadam Husein de manera unilateral en busca de unas inexistentes armas de destrucción masiva. Allí podríamos situar el punto de partida de una mayor conflictividad en el mundo y la clamorosa impotencia de una institución multinacional, Naciones Unidas, a la hora de interceder para que las armas den paso al diálogo.

Hoy, con conflictos bélicos como los de Ucrania y Gaza (extendido este al Líbano), con flagrantes violaciones de la legislación internacional y de los derechos humanos, vivimos una “era del caos”. Tan tenebrosa etiqueta no ha sido acuñada por la prensa sensacionalista, ni por escritores visionarios o guionistas de películas de ciencia ficción. Fue el secretario de Naciones Unidas, Antonio Guterres, quien el pasado 7 de febrero dijo ante la Asamblea General de la ONU que se ha instalado en el mundo “una peligrosa e impredecible ley de la selva, donde reina la total impunidad”. Y concluyó con la rotunda afirmación de que “estamos entrando en la era del caos”.

Por expresar opiniones como esta y señalar a algunos de los culpables de la penosa situación actual (los gobiernos de Putin y de Netanyahu, entre otros), Guterres fue declarado el pasado 2 de octubre personan non grata por Israel. El gesto de Tel Aviv resume perfectamente el escenario que vivimos: una de las pocas instituciones supranacionales capaces de intervenir en favor de un orden mundial más justo quedaba de este modo humillada por un Estado que fue creado precisamente por una resolución de Naciones Unidas. La hostilidad de Israel no solo se quedó en ese gesto. Desde que han empezado las operaciones militares en el sur del Líbano, los puestos de los cascos azules enviados hace años por Naciones Unidas a la zona han sido atacados por tropas israelíes, pisoteando así el derecho internacional.

Lo que algunos han calificado como la lenta decadencia de los sistemas democráticos liberales queda patente no solo por el desdén hacia cualquier intento diplomático de cese de los bombardeos, sino también por la oposición manifiesta de algunos gobiernos de corte autoritario (entre ellos varios de la UE) y de partidos de extrema derecha a los programas de Naciones Unidas contra la desigualdad o el calentamiento del planeta. La agenda 2030, promovida por la Asamblea General para alcanzar un desarrollo sostenible, ha recibido una dura contestación de los mencionados sectores, empezando por el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, y siguiendo por todos los grupos políticos que creen que con remedios locales se pueden solucionar problemas globales.

La pregunta es si puede reformarse en estos momentos una institución como Naciones Unidas. Es evidente que el sistema actual, emanado del equilibrio impuesto por las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, no es representativo del mundo del siglo XXI. ¿Qué sentido tiene que cinco países (Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia y China) puedan vetar cualquier resolución, dejando sin efecto iniciativas de los demás estados, incluidos todos los del sur global? ¿Sería capaz la ONU de aprobar hoy una declaración universal de los derechos humanos equivalente a la de 1949? Antes de que dicha organización sea abandonada en un rincón de la historia, sería conveniente que quienes rigen el mundo pensaran que una era tan caótica como la actual puede conducirnos a conflagraciones de consecuencias catastróficas nunca vistas hasta el presente.

Firmado:  COLECTIVO PENSAMOS
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