“La posición en el medallero no refleja necesariamente el bienestar de las distintas sociedades ni tampoco es un indicador fiable de cómo invierte el país en deportistas que destacan en diversas especialidades”
Imagen alegórica a los Juegos Olímpicos de París generada por inteligencia artificial. MYSHOU/PIXABAY
Existe unanimidad, rara en estos tiempos, sobre el éxito de los Juegos Olímpicos de París: bien organizados, aún mejor televisados, sostenibles, con un excelente nivel deportivo, un público entregado y sin incidentes. Pese a las amenazas para la seguridad global de un acontecimiento de esa envergadura, todo el mundo, ¡incluidos los parisinos!, ha elogiado el gran espectáculo desarrollado en el escenario de la capital francesa.
Los Juegos han vuelto a ser la expresión de la pugna (incruenta) entre las naciones alrededor de los éxitos y fracasos de sus atletas. Pensamos que la limpia competencia deportiva, esencia del olimpismo, es un fenómeno cultural que aporta valores positivos a la sociedad. Pero himnos, banderas y presencia de jefes de Estado son también parte esencial del clímax olímpico. La actuación de los deportistas, según esta interpretación, se concreta en el medallero, una clasificación por países que cuantifica los participantes que han alcanzado uno de los tres primeros puestos en las distintas competiciones. El principal dato en la morbosa disputa en el ranquin de premios ha vuelto a ser este verano la lucha entre Estados Unidos y China. Ganaron los americanos (126 medallas frente a 91, pero con empate a 40 oros), en lo que se ha querido interpretar como un signo de resistencia de la superpotencia estadounidense frente al imparable crecimiento del gigante asiático.
Desde la perspectiva local, los medios se centraron en si la delegación española iba a ser capaz de superar el techo de 22 medallas obtenido en los Juegos de Barcelona de 1992. Los 18 metales (habitual expresión en el argot deportivo) alcanzados por los participantes que compitieron bajo bandera, himno y presupuesto españoles no parecen ser suficientes para una prensa que habla del “estancamiento” del deporte de élite español. Ha habido análisis que comparaban algunos indicadores económicos (el PIB, la renta per cápita, etcétera) con la cosecha de medallas y a partir de allí extraían conclusiones de diferente sesgo sobre la política deportiva del Gobierno.
Sin embargo, este enfoque resultadista (tantas medallas ganas, tanto vale tu país) peca, a nuestro juicio, de simplismo. La posición en el medallero no refleja necesariamente el bienestar de las distintas sociedades ni tampoco es un indicador fiable de cómo invierte el país en deportistas que destacan en diversas especialidades. Pongamos el ejemplo de la extinta República Democrática Alemana, cuyos atletas alcanzaron excepcionales niveles de rendimiento en los Juegos de Múnich 72 (66 medallas), Montreal 76 (90), Moscú 80 (126) y Seúl 88 (102). ¿Aspira un país como el nuestro a un modelo deportivo como el de la fenecida RDA, una dictadura prosoviética, desmoronada tras la caída del muro de Berlín, que no respetó ningún principio de la preparación deportiva limpia y saludable?
Otro ejemplo frente a la búsqueda exclusiva de resultados lo hemos visto en París a propósito de la nacionalización de participantes. La final de triple salto fue ganada por el español (nacido en La Habana, Cuba) Jordan Díaz Fortún. La medalla de plata fue para el portugués (nacido en Santiago de Cuba) Pedro Pichardo, y la de bronce, para el italiano (nacido también en La Habana, Cuba) Andy Díaz Hernández. Reconozcamos al menos que son tres medallas europeas con aroma caribeño.
La sociedad acepta que el Estado apoye a quienes practican especialidades que carecen de un público masivo. Si queremos mantener atletas capaces de competir al máximo nivel en esgrima, remo o tiro con arco, por poner tres ejemplos, la Administración debe financiar programas para deportistas de alto rendimiento en esas disciplinas. Sin embargo, en el medallero, un éxito de un piragüista, un yudoca o un marchador vale lo mismo que el de una estrella mundial del golf o del tenis o de un equipo de baloncesto plagado de astros de las ligas profesionales.
Pensamos que la salud deportiva de un país se mide mejor con otros indicadores. Por ejemplo, que en la delegación española haya habido más mujeres que hombres es un signo de avance social. Y que los deportistas hispanos hayan competido dignamente (con o sin medalla) en un amplísimo abanico de disciplinas habla más de la riqueza cultural y pluralidad del país que las veces que suene el himno nacional o la distancia que mantengamos con naciones como Italia o Países Bajos en el medallero final. En definitiva, el gran circo mediático del deporte espectáculo superesposorizado y la pugna de las naciones por sacar pecho parece reñida con la idea esencial del barón de Coubertin, quien afirmaba que lo importante no es ganar, sino participar.