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“No cabe duda de que la fiscalización del poder político es una tarea hercúlea, no exenta de dificultad, pues estamos ante un colectivo que, por su naturaleza, es refractario como ninguno al control”

Fotografía de herbinisaac en Pixabay.

El constitucionalismo democrático, consciente del riesgo de corrupción que el poder absoluto conlleva, hizo un esfuerzo decidido durante todo el siglo XX para limitar dicho poder y establecer instrumentos eficaces para su control. Entre estos límites sobresale, indudablemente, el sometimiento de toda actividad pública a la fiscalización por parte de un estamento judicial independiente frente al resto de poderes del Estado. En España, la actual configuración de esa judicatura imparcial se realizó aceleradamente con la Constitución de 1978, en contraposición a la concepción que de la misma se tuvo durante la dictadura.

No cabe duda de que la fiscalización del poder político es una tarea hercúlea, no exenta de dificultad, pues estamos ante un colectivo que, por su naturaleza, es refractario como ninguno al control. Frecuentemente las causas judiciales en que se ven involucrados, directa o indirectamente, representantes públicos, son leídas por estos como una persecución ideológica. En concreto, desde hace algunas semanas a esa presunta caza de brujas por parte de la judicatura se la llama, pomposamente y como si fuese algo novedoso, lawfare. Sin embargo, este tipo de desconfianza sobre las actuaciones judiciales es antiguo. Se ha expuesto, por ejemplo, desde finales de los 80 con Banca Catalana y el caso Filesa hasta la Gurtel en 2009 o el recientemente conocido como caso Neurona que quedó, finalmente, en agua de borrajas.

En el momento que vivimos, el resultado de los procesos judiciales que provocan las sospechas de persecución, y que aún podrían terminar con una sentencia absolutoria, es, aunque muy importante, lo de menos. Lo más significativo, para la convivencia del conjunto social, es la temeridad de algunos políticos que extienden la duda sobre la actuación de la Justicia, pilar esencial de la democracia, al tiempo que intentan amedrentar al titular del órgano judicial que se ocupa del asunto que les afecta, para influir en su decisión.

En un procedimiento judicial intervienen varias partes y el juez o la jueza debe velar por el respeto del derecho fundamental a la tutela efectiva de todas ellas. Ello le puede conducir a acordar actuaciones que, tras su práctica, lleven al archivo de la causa –por no existir indicios fundados de criminalidad– o, en una fase ulterior, al dictado de una sentencia inculpatoria o absolutoria. En cualquier caso, un juicio justo exige garantías, y éstas requieren tiempo.

Sin embargo, la política y el sosiego casan mal, y más en el escenario tecnológico en el que vivimos inmersos. No obstante, pensando ahora en recientes casos concretos, si alguna persona con cargo político está convencida de ser inocente y teniendo en cuenta su posición institucional, lo prudente sería manifestar siempre su confianza en el sistema y celebrar las garantías que reviste toda resolución judicial por estar fundamentada en Derecho. Además, frente a posibles decisiones desacertadas, está previsto un sistema de recursos garantista, al que cabe objetar que, aunque algunos de estos procesos acaben siendo desestimados o en sentencia absolutoria, generan, mientras se resuelven, un terrible daño, nunca reconocido ni compensado, a la persona que ha sufrido la acusación.

Como los humanos podemos equivocarnos, nuestra confianza en el sistema jurídico no debe llevarnos a cerrar los ojos, los oídos y la mente. Muy al contrario, frente a los ‘vientos’ de la exageración que desprestigian tanto el discurso político como las decisiones jurídicas, son precisas una actitud crítica y una reacción mesurada que sean más eficaces para desactivar las ‘tempestades’ de la instrumentalización y deslegitimación partidistas, siempre perniciosas en términos de calidad democrática.

Firmado: COLECTIVO PENSAMOS
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