“De la autocensura se derivan graves consecuencias. En primer lugar, el hecho de que, en cualquier debate, si quienes defienden un determinado criterio se callan, se impondrá la opinión del que no se contiene”
Diálogo. GERT ALTMAN (Pixabay)
Vivimos en una sociedad plural, abierta y democrática, en la que la expresión de cualquier idea debería ser respetada. Sin embargo, evitamos exponer nuestros criterios sobre temas tan controvertidos como la política o el fútbol ya que suelen generar vehementes discusiones y, en ocasiones, la pérdida o el deterioro de valiosas relaciones. De hecho, todos conocemos grupos de whatsapp en los que se restringen conversaciones sobre cuestiones que a priori podrían quebrantar la armonía del colectivo.
¿Por qué en nuestras charlas cada vez tratamos menos los asuntos que pueden resultar polémicos? ¿Es la resolución de los conflictos mediante el diálogo y los pactos una característica de las sociedades democráticas? ¿Producen los autoritarismos personas indiferentes ante los asuntos públicos?
Podemos observar varias causas que explican esta autocensura. Aprendemos muchos de nuestros comportamientos por imitación y hoy, en los debates públicos que constituyen nuestros modelos, no encontramos diálogos sino monólogos. Además, el miedo a ser etiquetados y al linchamiento en las redes puede estar en el origen de nuestras inhibiciones en las discusiones tanto públicas como entre amigos o familiares. ¿Para qué voy a dar una opinión, si sé que no voy a convencer a nadie? Mejor ese silencio que se muestra en la expresión “yo a lo mío, para qué meterme en líos”. También advertimos que algunas personas parecen creer que poseen toda la verdad y se disgustan o menosprecian a quienes piensan, sienten, visten o se comportan de modos diferentes. Otras no se expresan porque se ven inseguras al pertenecer a grupos menos favorecidos o por tener menor capacidad dialéctica.
De la autocensura se derivan graves consecuencias. En primer lugar, el hecho de que, en cualquier debate, si quienes defienden un determinado criterio se callan, se impondrá la opinión del que no se contiene. En segundo lugar, que, si acabamos conversando solo con los afines, no conoceremos los matices y el posible valor de los argumentos contrarios. Esto nos conduce, en tercer lugar, a la creencia en la propia superioridad moral que conlleva desatención a los asuntos comunes y cierto individualismo.
Para evitar que el diálogo sobre cuestiones políticas, sociales o religiosas se convierta en una discusión tabernaria en la que solo se escucha a quienes más gritan, deberíamos atender a las siguientes premisas: 1) que nadie posee toda la verdad ni está completamente equivocado, 2) que no se debe presuponer la superioridad moral de una persona sobre otra, 3) que las diferencias de opinión no deben considerarse como ataques personales y 4) que necesitamos dudar y valorar esa capacidad. Con todo esto, quizás podamos y debamos hacernos diversas preguntas:
¿Hay que cuidar no solo lo que decimos, sino también cómo lo decimos, de tal modo que evitemos las exageraciones, los insultos, el sarcasmo…? ¿Es preferible, en alguna ocasión, soslayar ciertas cuestiones para eludir un debate poco maduro? ¿Es necesario saber perder cuando no dominamos un tema o cuando, simplemente, estamos en minoría? Y, lo más importante, ¿es lo definitivo escuchar con atención e interés a quien piensa de otro modo?
La reflexión sobre estas ideas posiblemente nos enseñará que al participar en una discusión podemos mostrar o no nuestra capacidad para la escucha y nuestra madurez dialéctica. De hecho, los miembros de una sociedad adulta, tolerante y democrática deben ser capaces de convivir y debatir con quienes tienen criterios, gustos y emociones diferentes. Consecuentemente, nos toca ahora pensar en qué sociedad pretendemos vivir y decidir cómo queremos discutir para poder configurarla.