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“La desmesura en las opiniones políticas conduce hacia una irremediable polarización”

El Congreso de los Diputados durante la reciente sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. CONGRESO DIPUTADOS

El debate público vive en España instalado en la exageración. Parecería que en el escenario político nadie pudiera sobrevivir sin decir algo “muy gordo”. Ya no vale la crítica de las ideas del adversario, los matices a sus propuestas o el rechazo argumentado. Ahora se trata de mostrar el lado diabólico del oponente, que solo nos conduce al apocalipsis, al hundimiento de nuestro sistema de valores, a la ruptura (o desaparición) de la nación o al irreversible deterioro de nuestras economías por la acción de la larga mano de criaturas infernales que rigen algunas de nuestras instituciones.

Así, una nueva ley en el terreno fiscal, por poner un ejemplo, no es analizada en los términos clásicos de a quién beneficia, a quién perjudica y qué consecuencias macroeconómicas tendrá. En el nuevo lenguaje instalado en la refriega política, esa ley conducirá al colapso del sistema o, por el contrario, restablecerá la justicia social anhelada durante siglos.

Hay políticos que parecen vivir en la hipérbole. Son quienes creen que, si cada mañana no vaticinan las plagas de Egipto, el tsunami que todo lo barrerá o el retroceso de la historia hacia tiempos oscuros, no tendrán el lugar que merecen en su desaforada disputa por el poder. Un dirigente a quien no citaremos señaló hace poco el riesgo de que el país o se convierta en unos nuevos Balcanes o vuelva a la Edad Media. Como doble alternativa, no parece muy tranquilizadora. Y este es uno de los principales efectos de ese extendido gusto por el trazo grueso, el calificativo hiriente y la retórica inflamada: el ciudadano, que vive su vida cotidiana con una mezcla de alegrías y sinsabores, se ve angustiado por un día a día en el cual los informativos de radio y televisión y las portadas de los diarios le anuncian la catástrofe si no hay un golpe de timón radical y definitivo. ¿Cómo puedo ir tranquilo a mi trabajo si mientras me arreglo ante el espejo presiento una calle sembrada de barricadas?

Los hombres y mujeres que componen una sociedad compleja como la nuestra necesitan información veraz y opiniones plurales para construir su propio criterio sobre el mundo que les rodea. Pero, ¿qué tipo de criterio racional pueden formarse si solo reciben exageradas visiones de nuestros problemas y sencillas recetas populistas sobre las complejas soluciones que estos necesitan? Los ciudadanos y ciudadanas en teoría mejor informados de la historia, merced a los nuevos medios de comunicación, las redes sociales y la inmediatez del mundo digital, asisten, en cambio, a una pelea a garrotazos que limita su pensamiento crítico. Cada día son invitados no a reflexionar, sino a participar en el linchamiento colectivo.

La desmesura en las opiniones políticas conduce, por otra parte, hacia una irremediable polarización. Una discusión serena sobre la política es imposible cuando cada decisión, discurso o posicionamiento de un partido pone en riego, según los voceros del exceso, el futuro de Occidente o la libertad de nuestros hijos. Mantener ese clima de alta tensión no favorece la democrática participación ciudadana, sino que invita al hastío y a la desafección, como saben muy bien algunos de los asesores de figuras políticas de primera línea.

La desproporción entre el lenguaje aterrador utilizado por quienes simulan ser capaces de salvar a la humanidad en cada comparecencia pública y la prosaica realidad de los problemas a los que nos enfrentamos lleva el debate a un punto estéril, Y, además, hace inviable una razonable política de pactos entre las diversas fuerzas políticas. Porque, ¿cómo voy a pactar por la tarde con alguien a quien por la mañana he llamado corrupto, terrorista, felón y tirano? El sistema político queda, en medio de este rifirrafe descarnado, irremediablemente limitado: o ganas tú y me aniquilas, o gano yo y te arrojo a las tinieblas. No hay término medio.

El lenguaje político hiperbólico, que no hemos inventado en España, sino que viene de una larga tradición internacional, es muchas veces fabricado en los laboratorios de opinión con fines electorales. Determinados mensajes aseguran la cohesión con los nuestros y el desprecio a los rivales (elevados ahora a la categoría de enemigos). Las exageraciones no son una moda, son una estrategia. El problema es que orientar la política por esa desdichada senda lleva a aumentar en los grupos humanos uno de los peores sentimientos: el odio.

Firmado: COLECTIVO PENSAMOS
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