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Antes más

“Si cada vez hay menos nieve en el pino y debajo de nuestros pies, ¿puede ser que haya llegado el momento de afrontar el futuro con honestidad, con la cabeza alta, como siempre lo ha hecho la gente de estas montañas, y plantear un cambio?”

Tom y Santos, en una imagen de un pasado reciente que prácticamente ha desaparecido en nuestros pueblos. PETER RICH

“Pa San Martín, nieve no pin. Pa San Andrés, nieve nos pies” nos dijo Andrés el tión-pastor de Casa Campo, con la postura declamatoria que cualquier buen refrán merecía –mentón elevado, boina echada para atrás, ojos casi cerrados y el índice de la mano derecha apuntado hacía arriba moviéndose en pequeños círculos cual director de orquesta. Luego con los ojos abiertos y con su sonrisa habitual se apresuró a traducir esa joya de la predicción meteorológica aragonesa al castellano que entendíamos, con la satisfacción añadida de que estábamos en el día indicado charrando en la plaza de Botaya con la nieve hasta las rodillas.

Era finales de noviembre de 1990 y acabamos de instalarnos en Casa Fernández. Sin agua corriente, sin luz eléctrica, sin ventanas, sin acopio de leña, la casa ofrecía un cobijo francamente mejorable, y habíamos elegido el “salón” para montar la tienda de campaña en un intento de escapar del frío intenso que hacía por la noche. Fidel de Casa Cojo, apiadándose de nuestros sabañones, nos invitó a pasar las tardes en su diminuta cocina al lado de la cocinilla económica, en compañía de su maravillosa madre la señora Nicolasa y su hermana Victorina. En estas veladas tan entrañables empezamos a aprender de primera mano muchos detalles de la vida cotidiana de ese pueblo y de esas montañas. Los relatos de la vida de antaño siempre empezaban con la coletilla “antes más…” y nosotros, jóvenes, pobres, cargados de ilusión, bebíamos de esas fuentes de sabiduría durante ese primer invierno en una especie de curso intensivo en cómo adaptarnos a este lugar tan remoto, bello y mágico que era el Pirineo Aragonés.

“Botaya, Centenero, Osia y Ena –todos hijos de los frailes de San Juan de la Peña” era el refrán que Valeriano de Casa Juan Borau compartió con nosotros, con el mismo dedo índice haciendo piruetas y la media sonrisa de alguien que comparte una confidencia, una verdad irrefutable y relevador (a pesar de ser calumniosa). No sabemos si este pasado monástico tenía algo que ver, pero la verdad era que Botaya era un pueblo de hermanos y hermanas. Entre los 24 habitantes, solo había cuatro parejas, nosotros incluidos. El reto demográfico, dalla en mano, ya campaba a sus anchas entonces, pero todos hacían como si eso no tuviera importancia, resignados a aceptar el destino inexorable, conscientes de que el asunto quedaba fuera de sus manos. El tiempo pasaba como siempre había pasado, a otra velocidad que en otros sitios. El médico venía el primer jueves de cada mes, el vino llegaba a la puerta de tu casa en una cuba de 200 litros, el paso de las cabañas y las grullas marcaban el cambio de estación y los valientes hermanos Antonio y César bajaban a cualquier hora, de día o de noche, para dar aviso de una llamada al teléfono público ubicado en el patio de Casa Vera. Reinaba la autosuficiencia y el equilibrio con el entorno. El campo, el huerto, las conservas, las mil ovejas en varios rebaños, las gallinas, la leña –toda la actividad se tornaba alrededor de los recursos que uno tenía y lo que el monte podía darte en un ritmo marcado por las estaciones. Resignarse a obedecer a la naturaleza y adaptarse a ella con dignidad es parte del ser montañés. Generaciones y generaciones de personas habían lidiado con un medio a veces hostil, a veces generoso, y habían aprendido a medir sus recursos y sus esfuerzos en justa medida, nunca dejando que los sueños seductores les alejaran mucho de lo alcanzable una vez producido el inevitable choque con la dura realidad.

En Botaya hacía mucho frío, siempre. Aquella nevada del día de San Andrés nos dejó incomunicados siete días hasta que Ángel José finalmente pudo salir con su tractor para ir a buscar pan y aprovisionamiento para todos los vecinos. En los años siguientes, seguía haciendo frío. El 3 de julio de 1992 también nevó. Una nevada “primaveral” que dejó los campos blancos durante unas horas, pero nieve, a fin de cuentas, en el mes de julio. Ese mismo año nevó el día de San Caprasio, el 30 de octubre, fiestas de Santa Cruz de las Serós. “Año de nieves, año de bienes”, recitaba César de Casa Vera cuando en la conversación nos quejábamos del frío que hacía; el refrán era una consolación para mantener la esperanza alta en esta época tan dura. Porque el invierno era la estación más importante del año: todo el esfuerzo productivo de los meses anteriores servía para sobrevivirla.

Fuera de Botaya, no obstante, el mundo estaba al revés. Nevaba igual, hacía frío también, pero el invierno, en vez de ser la estación más temida y difícil era la época del año más deseada y esperada –cuanto más larga, cruenta y dura mejor. Aquí los sueños más extravagantes eran los que campaban a sus anchas y los esfuerzos, recursos y dineros de todos se volcaban con una ligereza asombrosa en búsqueda de objetivos a todas luces imposibles de alcanzar mediante promesas hechiceras de una riqueza venidera incalculable. “El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”, decía Pablo, de Casa Cristo, desde la cadiera, cuando yo me daba el enésimo coscorrón en la viga de la chaminera. Estas piedras también se encontraban fuera de Botaya. Cinco veces Jaca se propuso para los Juegos Olímpicos y cinco veces se chocó con la dura realidad de que los Pirineos no son los Alpes, ni las Rocosas. Con cada candidatura se sumaban los despropósitos más estrafalarios, más imposibles de encajar en una relación equilibrada entre el hombre y el medio. Uno quería construir una carretera grande por el río Estarrún con un aparcamiento para mil coches en el puerto de Aísa y un telesilla directamente a Candanchú. Otro quería dinamitar el Aspe para alargar una pista de esquí y así reunir las condiciones preceptivas para una competición de descenso. Un tercero quería construir el salto de trampolín en Larbesa, en las afueras de Jaca, y otros reclamaban la construcción de circuitos de skeleton y bobsleigh en las faldas del Monte Oroel. Hasta los eventos deportivos internacionales (ensayos preparativos para el gran evento anhelado) sufrieron sendos reveses cuando las expectativas chocaron frontalmente con la realidad. Aun con todo el frío que hacía entonces, la nieve no estaba garantizada y las infraestructuras costaban mucho más de lo previsto. En dos ocasiones las Universiadas solo se salvaron gracias a la nieve paleada por 1.200 militares y el FOJE tuvo lugar en una pista de hielo sin acabar. Eliseo de Casa Fañanás, al reflexionar sobre la soberbia de los responsables de estas ocurrencias, se sacudía lentamente la cabeza y soltaba uno de los refranes más frecuentes y perspicaces de esa gente curtida de las montañas para quienes el fiar no se regala nunca: “Piensa mal y acertarás”. Razón no le faltaba.

El tiempo ha cambiado y los tiempos también. Nos confirman los científicos lo que ya sabíamos: que en los años que llevamos viviendo aquí hay dos semanas menos de invierno y tres más de verano.

En Botaya ahora solo viven 10 personas y hay menos de cincuenta ovejas. Un estilo de vida que había perdurado miles de años ha llegado a su fin. Los últimos en vivirla lo han afrontado con las cabezas bien altas, con mucha serenidad, mucha dignidad, dándonos una clase magistral en cómo vivir honestamente dentro de nuestras posibilidades. Los campos, montes y casas que han custodiado estos antepasados verán llegar algún día otros pobladores. Estos encontrarán un paisaje que ha sido tratado con amor y respeto donde conseguirán otra manera de vivir, acorde con los tiempos y con el tiempo. Nuestra historia en Botaya terminó cuando nuestros sueños chocaron con la realidad del transporte escolar. Dos resbalones en la carretera nevada dejaron el Peugeot 106 familiar en la cuneta con los niños dentro y decidimos que había riesgos que ya no estábamos dispuestos a afrontar.

Como familia tuvimos una suerte incalculable de haber conocido esta vida y de haber compartido tanto en ese lugar con esas personas que tan generosamente nos aproximaron al calor de sus hogares. Aquellos años nos llenan el corazón, la nostalgia una marea de ternura y tristeza. Pero no se puede vivir siempre pensando en el “antes más…” con la mirada fijada en el pasado, añorando lo que no va a volver. La grandeza del ser humano reside en aprender de la experiencia, de ser capaces de adaptarse, de reconocer lo que hay que conservar y saber hasta dónde se puede llegar. Si cada vez hay menos nieve en el pino y debajo de nuestros pies, ¿puede ser que haya llegado el momento de afrontar el futuro con honestidad, con la cabeza alta, como siempre lo ha hecho la gente de estas montañas, y plantear un cambio?

Firmado: PETER RICH y MELANIE HALLAM (Casa Sarasa, Berdún)
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