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“El pesimismo, en fin, no se combate con propaganda, sino con compromiso ciudadano. La autoestima solo se recuperará con una pedagogía sobre nuestra historia reciente”

España peninsular. PIXABAY

Un seguimiento, siquiera superficial, de los medios de comunicación españoles deja la sensación de que el pesimismo impera en la sociedad. La crisis del coronavirus, que estalló cuando apenas superábamos la anterior, la de la burbuja inmobiliaria (2008), justifica solo en parte el ambiente de negatividad que impregna los debates políticos, culturales y sociales en el país. ¿Está deprimida la sociedad española? ¿Hay razones objetivas para esa depresión? Veamos algunos datos.

En junio del año pasado el Eurobarómetro de la Comisión Europea señalaba que solo un 17% de los españoles expresaba cierto optimismo. La misma encuesta analizaba estados anímicos de los ciudadanos europeos y concluía que España es el tercer país más pesimista de la UE (solo superado por la República Checa y Croacia). El vecino Portugal, en cambio, está entre los más optimistas.

Es lógico que en el rifirrafe político diario los partidos del Gobierno quieran presentar el lado más positivo de la realidad y que los de la oposición traten de subrayar todo aquello que no va bien. Pero ese juego, habitual en todas las democracias, alcanza en España un grado de dramatismo poco común, seguramente porque se dirime en el ámbito de una sociedad insegura, históricamente desesperanzada y con escasa autoestima.

Citemos, por ejemplo, el caso de la integración en Europa, un éxito a nuestro juicio incontestable, pero que aún sigue recibiendo críticas desde un celtiberismo irredento. O la consolidación del estado de las autonomías, que, con sus defectos y corruptelas, ha sido un instrumento de modernización de las administraciones públicas y ha traído aire nuevo a las relaciones de estas con los ciudadanos. Y un tercer ejemplo, el de la Transición. Considerada como el mayor éxito español del siglo XX, no pasa un día sin que se hagan, desde el sistema político que entonces se alumbró, críticas feroces al modo en el que se alcanzó una democracia (mejorable, como todas) después de cuarenta años de dictadura y de una guerra civil. Y recuérdese que lo que siguió a la aprobación de la Constitución de 1978, una de las más avanzadas del momento, fue el llamado desencanto.

Las élites españolas de finales del siglo XIX y principios del XX debatieron sobre los males endémicos de España en un clima de enorme pesimismo, fruto del desastre de 1898 (pérdida de Cuba y Filipinas). Pues bien, algo de ese espíritu de desaliento ha perdurado hasta hoy en forma de complejos ante los desafíos del presente y del futuro. Esa desesperanza –extendida entre unos jóvenes que han vivido dos crisis seguidas– da lugar a fenómenos como el de la antipolítica (“todos los políticos son iguales”, es su lema principal), los populismos que tratan de vender soluciones sencillas para problemas muy complejos o las opiniones catastrofistas (“no tenemos remedio”).

Son los jóvenes, los mejor formados de la historia de España, quienes deberían sacudirse la negatividad, la visión pesimista de la historia. Las administraciones tendrían que ayudarles para que no conviertan sus vidas en una sucesión de obstáculos. También ayudaría que la sociedad civil no se dejara arrastrar por el tremendismo de ciertos mensajes políticos.

El pesimismo, en fin, no se combate con propaganda, sino con compromiso ciudadano. La autoestima solo se recuperará con una pedagogía sobre nuestra historia reciente. Recordar más a menudo dónde estábamos no hace tanto, antes de la democracia, antes de la incorporación a Europa y antes de la plena integración de la mujer en los mundos laboral y académico puede ser un buen ejercicio para dejar de ser de una vez una sociedad desencantada.

Firmado: COLECTIVO PENSAMOS (pensamos6@gmail.com)
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