Tal día como el pasado miércoles, hace 129 años, los jaqueses vieron brillar por primera vez una bombilla. Aquel fue un día grande, diría que tan luminoso como las mañanas de enero a las que nos tiene acostumbrado nuestro privilegiado clima. Además de esperado e innovador, ese día, el miércoles 1 de junio de 1892, estaban a punto de concluir los tristes atardeceres y las largas noches del invierno jaqués. Las calles y escaparates de la ciudad iban a dejar para el recuerdo la lúgubre y pálida lumbre de las lámparas de aceite y petróleo. Estaba a punto de borrarse para siempre la estampa en la que los quinqués, estratégicamente distribuidos por la ciudad, venían siendo los focos de atención obligados desde siglos anteriores, al tiempo que los serenos iban a ahorrarse algunos pasos en el cometido de apagarlos y encenderlos.
No era poco lo esperado; algunas casas también estaban a punto de abandonar los leños de sus hogares, los tradicionales velones de sebo, los candelabros y los candiles negros de mecha, para introducir un milagroso invento considerado como uno de los grandes adelantos del siglo XIX: una nueva lámpara incandescente, una ampolleta eléctrica, que con el popular nombre de “bombilla” ha llegado hasta nuestros días y que patentó Thomas Alva Edison en 1880.