
Belén colocado en el altar mayor de la derruida iglesia. EL PIRINEO ARAGONÉS
Hace décadas que no visitaba Bergosa, posiblemente el lugar que mejores vistas ofrece del valle del Aragón, con Castiello y la Garcipollera al norte y Jaca y la Peña Oroel asomando al sur. La elección de la excursión fue un tanto azarosa, un agradable paseo dominical que elegimos sobre la marcha, pero que, al final, se convirtió en un viaje sentimental hacia un lugar olvidado y apartado arriba en la montaña. Quiso la casualidad que fuera 29 de noviembre, festividad de san Santurnino, día grande en Bergosa en aquellos tiempos, cada vez más lejanos, en los que las casas, ahora espaldadas, bullirían de alegría y actividad.
Los antiguos vecinos y descendientes siguen celebrando la fiesta con una animada comida en el fraginal que se restauró hace unos años, aunque en esta ocasión, debido a la pandemia, los festejos tuvieron que quedar aplazados y solo unos pocos forasteros fuimos los que recalamos en el lugar en tan señalada jornada.
El año pasado por estas fechas se presentó en el Casino de Jaca –en uno de los últimos actos antes del cierre y la disolución de la centenaria sociedad recreativa– el libro de relatos Me entero de todo, de Victoria Trigo, “descendiente de bergosinos”, como a ella siempre le gusta recordar. Algunas de las historias que se recogen en él están inspiradas en Bergosa. “Al menos dos son totalmente de allí”, recordaba la autora entonces, en referencia a Siempre en voz baja y a La isla del cerro, que está dedicado a su abuela Escolástica y rememora “la biblioteca ambulante, que fue un puntazo para la infancia del pueblo”.
Paseando entre las casas derruidas de Bergosa, me acordé de estas historias contadas por Victoria y de las personas que aquella tarde la acompañaron en la presentación, la gran mayoría descendientes de alguna de las casas del pueblo: la Abadía, Iguácel, Estúa, Isidoro, Campo…
Bergosa está deshabitado desde 1966. A principios del siglo XX tenía 60 habitantes, población que se mantuvo más o menos estable hasta los años 40; en 1960, solo quedaban ya 31 personas. A diferencia de otros núcleos de la Garcipollera, nunca fue expropiado, si bien las difíciles condiciones de habitabilidad, con accesos complicados, sobre todo en invierno, obligó a sus pobladores a tomar la dura decisión de trasladarse a la cabecera del valle, en su mayoría a Jaca.
Que Bergosa esté en ruina no quiere decir que sea un pueblo muerto y olvidado, más bien al contrario, porque la vida sigue latiendo, aunque sea en soledad. Hay evidencias palpables por todas partes: las bordas que algunos descendientes han reconstruido para no romper los vínculos con sus ancestros; los nombres de las antiguas casas pintados en el dintel de puertas que se abren al campo; el recuerdo en el cementerio a las últimas personas que fueron enterradas allí, con las flores del día de Todos los Santos aún intactas, abrazadas a los árboles centenarios que rodean la iglesia…
En el altar mayor del antiguo templo, un belén mira hacia un cielo ahora nublado, y se deja sorprender por débiles gotas de lluvia que el viento lleva en los últimos días del otoño. Un nacimiento, levantado con pequeños sillares, lajas, piedras y restos de viejas maderas, protegen al Niño, la Virgen y San José, mientras reciben la visita de los Reyes Magos. Detrás, los pastores van acercándose al portal, acompañados de una variada congregación de animales domésticos. Algo más lejos, se erige un viejo molino, y coronando el conjunto, presiden el belén la figura de una Virgen con el Niño en brazos y dos cruces, una de ellas con Jesús crucificado.
La cabecera románica, con su arco de medio punto, es la única parte de la antigua iglesia que aún resiste a los avances de la ruina. Por ello, las sensaciones que surgen al contemplar este pequeño belén resultan a la vez sobrecogedoras y alentadoras, provocando impresiones contradictorias: tristeza por la desolación que invade el lugar; alegría por percibir que el pueblo sigue con vida, que siempre hay alguien dispuesto a mantener vivos los recuerdos y las añoranzas.
Otro pequeño belén, colocado en un diminuto hueco de un antiguo muro, próximo al merendero de la pradera donde finaliza el camino que sube de Torrijos, da la bienvenida a todas las personas que se acercan a Bergosa por estas fechas. En la minúscula oquedad tan solo tienen cabida el Niño, la Virgen y San José, abrigados de verde musgo y hojas de boj, y acompañados de una piña que no sabemos si ha sido colocada por alguna mano furtiva.
Seguramente no será el belén más valioso ni el más espectacular de cuántos podamos ver durante estos días, pero es innegable que ningún otro simboliza tanto la Navidad como este. Navidad en Bergosa es el título elegido para este artículo que se aleja de los cánones periodísticos para adentrarse en las cavilaciones personales.
Este pequeño belén, que hemos elegido para ilustrar la portada de la última edición del año de El Pirineo Aragonés, queremos que sirva para recordar a nuestros pueblos abandonados, derruidos, arruinados; pero nunca vacíos ni olvidados. En estos meses de pandemia, especialmente durante el confinamiento, todos nos hemos dejado llevar en más de una ocasión por el abandono, sintiendo como nunca la soledad, estuviéramos o no acompañados. Una soledad íntima, como la que nos traspasa al contemplar cualquier pueblo abandonado, con sus casas caídas y sus calles tomadas por la maleza; pero que al mismo tiempo nos empuja a pensar en nosotros mismos, a recordar y a no olvidar, porque la vida de Bergosa sigue latiendo en nuestro interior.